De Madrid a Nápoles (eBook)

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2019 | 1. Auflage
726 Seiten
Linkgua (Verlag)
978-84-9953-038-3 (ISBN)

Lese- und Medienproben

De Madrid a Nápoles -  Pedro Antonio de Alarcón
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De Madrid a Nápoles es un gran libro de viajes. En él se narra el itinerario que se indica en el título, que llevó a Pedro Antonio de Alarcón a recorrer Francia, Suiza e Italia. Sus minuciosas descripciones de lo cotidiano y de lo insólito han hecho de este libro una referencia de este género. Fragmento de la obra I. Marsella El día 29 de agosto de 1860, a las ocho y media de la noche, salí de Madrid en el tren-correo con dirección a Valencia, a donde llegué al día siguiente a las doce de la mañana. Valencia era para mí una antigua conocida y hasta una amiga si queréis. Por otro lado, yo la he descrito ya muchas veces en prosa y verso. Haré, pues, esta vez lo que hice aquel día; que fue entrar por una puerta y salir por otra, después de haber visado mi pasaporte en el consulado de Francia y de haber tomado mi pasaje en el vapor Philippe-Auguste, de las Mensajerías Imperiales, que debía partir aquella tarde para Marsella. A eso de las cinco encontrábame ya a bordo. Tomé posesión del camarote en que había de vivir dos días, y subí sobre cubierta a hacer lo que hace toda persona bien nacida cuando abandona su patria: a mirarla con ojos de amor hasta perderla de vista. A las seis levamos anclas y el vapor se puso en movimiento. La mar estaba tranquila..., el Sol se había hundido tras el cabo de la Nao... Yo pensé en lo que se piensa y sentí lo que se siente en momentos semejantes. Bendije con la intención patria, familia y amigos, y cuanto dejaba en pos de mí..., y la campana me llamó a comer. Encogime de hombros y penetré en el salón de popa.

Pedro Antonio de Alarcón

Pedro Antonio de Alarcón

PRÓLOGO


Mucho tiempo he vacilado antes de publicar estos apuntes; y en verdad os digo que si la llamada civilización acostumbrase a quemar a los que reniegan de ella, me hubiera guardado muy bien de coger la pluma para referiros mi viaje de Madrid a Nápoles.

Y es que el presente crédito va a ser mirado por los modernos filósofos (suponiendo que lo lean), como una herejía social, como un atentado a la actual civilización, como una protesta contra el espíritu del siglo.

En cambio no faltará un teólogo intransigente que lo califique de heterodoxo, o cuando menos de ecléctico, sospechoso y hasta racionalista.

Y, sin embargo, yo no puedo menos de darlo a luz. Quod scripsi, scripsi; y a mí me anima una profunda convicción y verdadera conciencia de las extrañas opiniones que he de emitir en el contexto de esta obra.

Pero os repito que la tarea que me impongo es sumamente grave; que sería peligrosa en épocas de intolerancia, y que hoy será objeto de diversas y acaloradas censuras.

Digo más: hay en todos los campos tantos hipócritas, fariseos y mercaderes, que afectan creer, para sus menguados fines, lo que yo creo firme y verdaderamente y pienso proclamar en alta voz, que al verme colocado fuera del círculo de sus pasiones, juzgar imparcialmente su contienda, filósofos y teólogos recordarán algunos episodios de mi pobre vida pública, y me negarán la competencia, la sinceridad y la buena fe, si ya no es que unos y otros se empeñan en afiliarme en cierta escuela filosófica o tal partido político, llamándome (Dios se lo perdone) neocatólico o demagogo, según que mejor les cuadre y favorezca.

Error, y error crasísimo será este. Bien que, de muy antiguo, uno de los males que más afligen a los pueblos y a los gobiernos, es confundir la política con la filosofía; lo ideal con lo práctico; lo especulativo con lo factible; las aspiraciones de un buen deseo con la gestión concreta de las cosas dadas; como si no pudiera comprenderse que hubiese hombres liberales en política y reaccionarios en filosofía, del mismo modo que conocemos a muchos que siguen una política reaccionaria, mientras que en su fuero interno son libres pensadores de la extrema izquierda.

Fuera de esto, y descendiendo a más llanas explicaciones, os diré las causas de mi viaje y de mi libro; y lo que uno y otro han venido a ser en último resultado, a fin de que no me leáis a ciegas ni concibáis esperanzas que defraudarían las primeras hojas.

El origen o el móvil del viaje no pudo ser más serio, más importante, ni de mayor consideración.

—España —me dije el año pasado—; la nueva España, hija y heredera de aquella gran nación de su mismo nombre que dominó en Europa; esta España que quedó huérfana y en la menor edad cuando murió su madre en las gloriosas y calamitosas guerras de la Casa de Austria; esta pobre adolescente que tanto ha sufrido bajo tutores y curadores y a quien vemos crecer y hermosearse más y más cada día; esta gallarda joven cuya mayoría quiso declarar la Francia hace pocos meses (a lo que se opusieron otras naciones), pero que, menor y todo, empieza a cuidar ya de su porvenir y de sus intereses, esta España, decía yo, demuestra un afán decidido por parecerse, por semejarse, por igualarse, si posible le fuera, a las naciones más adelantadas de Europa, y muy especialmente a la Francia, su hermana y su rival en todos tiempos. A este fin, nuestra patria no omite medio alguno. Ella sigue sus modos, imita sus costumbres, adopta sus invenciones, se asimila sus adelantos, se da sus leyes y reglamentos, aspira a disfrutar su bienestar, a dividir su poderío, a participar de su fortuna. Francia, en fin, es su modelo, su ideal de perfección, el término adorado de sus miras. Pues bien, seguí diciéndome: vamos a Europa; vamos a Francia. Esto equivaldrá a hacer un viaje al porvenir de nuestro pueblo. Estudiemos el tipo que nos proponemos copiar. Sepamos lo que seremos el día que lleguemos al grado de prosperidad que deseamos. Veamos si efectivamente reside allí el bien apetecido; si allí son más felices que nosotros; si hay verdadera dignidad en ser lo que ellos son; o si, desgraciadamente (y como dicen algunos), vamos en pos de una mísera loca, olvidada de Dios y de sí misma, de una bacante ebria, de una cortesana revelada contra la virtud, que pudiera arrastrarnos al abismo. Conozcamos, en suma, la actual civilización.

Por otra parte, en aquel tiempo era cuando principiaba a arreciar de nuevo la tempestad italiana que ruge todavía, que tanto ha destruido y tanto amenaza destruir.

—La revolución de Italia —me dije yo con espanto—, se parece a la prosperidad de Francia en que unos la creen la aurora del gran día de la libertad y la felicidad de Europa, mientras que otros la califican de crepúsculo de muerte de la actual civilización. Úrgeme, pues, tanto conocer la cuestión de Italia como el estado de Francia. Quizás estos dos problemas se resumen en uno solo. La revolución de Italia es el volcán que revienta; pero su verdadero foco, el depósito de materias ebullicientes está en París. Lo uno es la manifestación de lo otro. De aquí que la erupción vaya acompañada de un terremoto europeo. La vieja Italia y la nueva Francia no pueden coexistir. Desde que en 1779 París se declaró la mente del mundo, todas las expansiones de su política y de su filosofía, todas las glorias de sus armas, todos sus progresos, todos sus adelantos resuenan dolorosamente en Roma. Hay, pues, una nueva lucha entre el Imperio y el Papado... (¡Qué dato para mis recelos acerca de la grandeza actual de Francia!) «Vamos a Italia —exclamé por último—. Asistamos a la emancipación de ese pueblo, cuyo largo martirio ha sostenido vivo en toda Europa el fuego de la libertad. Estudiemos el derecho que le asiste para romper con su pasado, y las razones a que obedecen los que se empeñan en mantener el statu quo. Adivinemos lo que va a suceder, y si lo que va a suceder es justo. Conozcamos la historia. Hagámonos luz en esa temerosa oscura cuestión tan diversamente planteada, tan prolijamente discutida, y de la que no sabemos otra cosa los que la vemos desde lejos, sino que entraña la crisis más temerosa de la historia de quince siglos. Sepamos quién tiene razón; si París o Roma; si los dos, o si ninguno. Estudiemos los inconvenientes del Imperio y los del Papado. Comparemos las iniquidades de la libertad y las de la tiranía. Veamos dónde está más degradada la humanidad, si bajo el yugo de un positivismo grosero o bajo el yugo de un fanatismo irracional: démonos cuenta de tan fieros males y de tan crueles remedios, y busquemos un rayo de luz para la atribulada esperanza. ¡Ay de nosotros si una abominación no puede evitarse sino con otra abominación!»

Ya veis que las preocupaciones de mi espíritu al emprender este viaje no podían ser más hondas ni más solemnes.

Ahora bien: por lo que digo al principio de este prólogo, comprenderéis que mis dudas se han resuelto, aumentándose mis zozobras, y hasta podréis adivinar cuáles son las convicciones que he adquirido en presencia de los hechos.

Pero esas convicciones son tan graves y tan extrañas, que yo no me atrevería nunca a imponéroslas, ni aun a manifestároslas sentenciosamente. El mero relato del proceso ha de atraerme las contradicciones y censuras de que os hablaba antes: si yo lo fallase por mí solo, mi opinión sería escarnecida y desdeñada. Vais, pues, a fallarlo vosotros, lectores imparciales, o, si queréis, lo fallaremos juntos...

Para ello, os someteré la cuestión íntegra: haré que me acompañéis en mi viaje: os daré mis impresiones con preferencia a mis raciocinios: recorreréis conmigo la Italia y la Francia; veréis lo que yo he visto; oiréis lo que yo he oído; me seguiréis a todas horas; os pasará lo que a mí me ha pasado; sentiréis indudablemente las indignaciones, las alegrías y las tristezas que yo he sentido, y de esta manera, al final de nuestra peregrinación, tendréis las ideas que yo tengo y podréis, si se os antoja, publicar la obra dogmática, el folleto político o el ensayo filosófico que yo no me atrevo a escribir hoy.

Pero al adoptar este sistema, tropiezo con otro grave inconveniente que también me ha hecho vacilar antes de dar a luz el presente libro.

Es el caso, lectores, que yo no estoy tranquilo ni con mucho acerca de mi manera de viajar, y que, al llevaros en mi compañía, temo desacreditarme a vuestros ojos. La importancia de las cuestiones que vamos a estudiar por esos mundos de Dios, requería un espíritu serio, un carácter tenaz, una aplicación constante, una laboriosidad a toda prueba, y yo no tengo ninguna de esas cualidades, sino todas las contrarias, y por añadidura, muchísimos defectos. Yo no he hecho mi viaje como poeta, como filósofo, como erudito, ni tan siquiera como un curioso. Yo he viajado como lo que soy; como un hijo del siglo, como un simple mortal, como un joven de alegres costumbres. Yo no he estado de ningún modo a la altura de mi misión, que se dice ahora. He dejado a la casualidad el cuidado de instruirme: he rodado por las ciudades y los caminos a merced de mi capricho, en vez de supeditarme a un plan de observación, de estudio, o cuando menos de viaje; y para decirlo de una vez, al recorrer los pueblos a que me había llevado el propósito de analizar importantísimas cuestiones, pensaba más en gozar y divertirme que en la futura existencia de esta obra.

Así es que las hojas de mi cartera vinieron llenas de apuntes insustanciales, inconexos, acerca de mis aventuras propias, de las personas que he tratado, de los monumentos que he visto, del estado atmosférico, de las tristezas que me he pasado a solas, de las...

Erscheint lt. Verlag 1.4.2019
Reihe/Serie Historia-Viajes
Historia-Viajes
Verlagsort Barcelona
Sprache spanisch
Themenwelt Sachbuch/Ratgeber Freizeit / Hobby Sammeln / Sammlerkataloge
Reiseführer Europa Spanien
Schlagworte España • linkgua • Siglo XIX
ISBN-10 84-9953-038-9 / 8499530389
ISBN-13 978-84-9953-038-3 / 9788499530383
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