Salambó (eBook)
618 Seiten
IberiaLiteratura (Verlag)
978-3-95928-202-4 (ISBN)
I. El festín
Sucedía en Megara, arrabal de Cartago, en los jardines de Amílcar.
Los soldados que éste había capitaneado en Sicilia celebraban con un gran festín el aniversario de la batalla de Eryx, y como el jefe se hallaba ausente y los soldados eran numerosos, comían y bebían a sus anchas.
Los capitanes, calzados con coturnos de bronce, se habían colocado en el sendero central, bajo un velo de púrpura con franjas doradas que se extendían desde la pared de las cuadras hasta la primera azotea del palacio. La soldadesca se hallaba esparcida a la sombra de los árboles, desde donde se veía una serie de edificios de techumbre plana, lagares, bodegas, almacenes, tahonas y arsenales, con un patio para los elefantes, fosos para las fieras y una cárcel para los esclavos.
En torno a las cocinas se alzaban unas higueras, y un bosquecillo de sicómoros llegaba hasta una verde espesura, donde las granadas resplandecían entre los copos blancos de los algodoneros. Parras cargadas de racimos trepaban por entre el ramaje de los pinos; un vergel de rosas florecía bajo los plátanos; de trecho en trecho, sobre el césped, se balanceaban las azucenas; cubría los senderos una arena negra, mezclada con polvo de coral, y de un extremo a otro, en medio del jardín, la avenida de los cipreses formaba como una doble columnata de obeliscos verdes.
El palacio, construido con mármol númida de vetas amarillas, elevaba en el fondo, sobre amplios basamentos, sus cuatro pisos y sus azoteas. Con su gran escalinata recta, de madera de ébano, que ostentaba en los ángulos de cada peldaño la proa de una galera enemiga; con sus puertas rojas cuarteladas por una gran cruz negra; sus verjas de bronce que lo protegían a ras de tierra de los escorpiones, y su enrejado de varillas doradas que cerraban las aberturas superiores, parecía a los soldados, en su severa opulencia, tan impenetrable y solemne como el rostro de Amílcar.
El consejo había elegido la casa de Amílcar para celebrar este festín. Los convalecientes que dormían en el templo de Eschmún se habían puesto en marcha al despuntar la aurora y, ayudándose de sus muletas, se arrastraban hasta el palacio. Afluían sin cesar por todos los senderos, como torrentes que se precipitaban en un lago. Se veían correr entre los árboles a los esclavos de las cocinas, despavoridos y medio desnudos; las gacelas huían gamitando por el césped; el sol declinaba, y el aroma de los limoneros hacía más penetrante aún las emanaciones de aquella multitud sudorosa.
Había allí hombres de todas las naciones: ligures, lusitanos, baleares, negros y fugitivos de Roma. Se oían, junto al pesado dialecto dórico, las sílabas célticas que restallaban como los látigos de los carros de guerra, y las terminaciones jónicas chocaban con las consonantes del desierto, ásperas como gritos de chacal. Se reconocía a los griegos por su talle esbelto, al egipcio por sus hombros altos y al cántabro por sus gruesas pantorrillas. Los soldados caños balanceaban orgullosamente las plumas de su casco; unos arqueros de Capadocia se habían pintado con zumo de hierbas grandes flores en sus cuerpos, y algunos lidios, vestidos de mujer y con zarcillos en las orejas, comían en zapatillas. Otros, que para más gala se habían embadurnado de bermellón, parecían estatuas de coral.
Se tumbaban en los cojines y comían, unos, acurrucados en torno a grandes bandejas, y otros, tendidos de bruces, cogían las tajadas de carne y se hartaban, apoyados en los codos, en esa actitud pacífica de los leones cuando despedazan su presa. Los últimos en llegar, de pie y recostados contra los árboles, contemplaban las mesas bajas, que casi desaparecían bajo los tapices escarlata, y aguardaban su turno.
No siendo suficientes las cocinas de Amílcar, el consejo había enviado esclavos, vajilla y lechos; y en el centro del jardín ardían, como en un campo de batalla cuando se queman los muertos, grandes hogueras en las que se asaban bueyes. Los panes espolvoreados de anís alternaban allí con los enormes quesos más pesados que discos, y las cráteras llenas de vino, con las jarras llenas de agua, hallábanse colocadas junto a unas canastillas de filigranas de oro, rebosantes de flores. La alegría de poder hartarse a su gusto hacía chispear los ojos de todos, y acá y allá comenzaban a entonarse canciones.
Se les sirvió, en primer lugar, aves en salsa verde, en unos platos de arcilla roja, decorada con dibujos negros; luego, papillas de harina de trigo, de habas y de cebada, y caracoles aderezados con comino, servidos en fuentes de ámbar amarillo.
Después, las mesas se cubrieron de carnes: antílopes con sus cuernos, pavos con sus plumas, carneros enteros guisados con vino dulce, piernas de camello y de búfalo, erizos al garum, cigarras fritas y lirones confitados. En unas gamellas de madera de Tamrapanni flotaban, en medio de una espesa salsa de azafrán, grandes trozos de manteca. Todo estaba recargado de salmuera, de trufa y de asafétida. Las pirámides de frutas se desmoronaban sobre los pasteles de miel, y no se habían olvidado algunos de esos perritos panzudos y de pelaje rojizo que se cebaban con orujo de aceitunas, plato cartaginés que abominaban los demás pueblos. La novedad de los manjares excitaba la avidez de los estómagos Los galos, con sus largos cabellos recogidos en la coronilla, se disputaban las sandías y los limones, que se comían con la corteza. Negros que nunca habían visto langostas de mar se arañaban la cara con sus púas rojas. En cambio, los griegos, afeitados y más blancos que el mármol, tiraban detrás de sí los desperdicios de su plato, en tanto que los pastores del Brutium, vestidos con piel de lobo, devoraban silenciosamente su ración sin levantar la cabeza del plato.
Iba anocheciendo. Se retiró el velarium que cubría la avenida de los cipreses y se trajeron antorchas.
Los vacilantes resplandores del petróleo, que ardía en vasos de pórfido, asustaron a los monos consagrados a la luna que, encaramados en lo alto de los cedros, alegraban con sus gritos a los soldados.
Llamas oblongas se reflejaban temblonas en las corazas de bronce. Centelleaban en un chisporroteo multicolor los platos con incrustaciones de piedras preciosas. Las cráteras, con bordes de espejuelos convexos, multiplicaban la imagen alargada de los objetos, y los soldados, apiñándose a su alrededor, se miraban embobados en ellas, haciéndose muecas para excitar la risa. Por encima de las mesas se arrojaban los escabeles de marfil y las espátulas de oro. Bebían a grandes tragos los vinos griegos contenidos en odres, los vinos de Campania guardados en ánforas, los vinos cántabros, que se transportaban en toneles, y los vinos de azufaifo, de cinamomo y de loto. Había charcos de vino en el suelo, muy resbaladizo. El humo de las carnes subía hasta el follaje mezclado con el vaho de los alientos. Oíanse a un mismo tiempo el crujir de las mandíbulas, el ruido de las palabras, de las canciones y de las copas, el estrépito de los vasos de Campania que se estrellaban contra el suelo saltando en mil pedazos y el sonido argentino de las grandes fuentes de plata.
A medida que aumentaba su embriaguez iban recordando más vivamente la injusticia de Cartago. La república, en efecto, agotada por la guerra, había dejado que se acumularan en la ciudad todas las bandas de mercenarios que volvían de ella. Giscón, su general, había tenido, sin embargo, la prudencia de ir licenciándolos poco a poco para facilitar el pago de sus haberes, y el consejo confiaba en que acabarían por transigir con alguna rebaja; pero se veía ya en la imposibilidad de pagarles.
Para la opinión pública, esta deuda se enlazaba con los tres mil doscientos talentos euboicos exigidos por Lutatius, y, lo mismo que Roma, los mercenarios se daban cuenta de ello, y por eso su indignación estallaba en amenazas y revueltas. Por último, solicitaron reunirse para conmemorar una de sus victorias, y el partido de la paz accedió, vengándose así de Amílcar, que había sido el propulsor de la guerra. Ésta había terminado a despecho de todos los esfuerzos del general, quien, desesperando de lograr nada de Cartago, había entregado a Giscón el mando de los mercenarios. Designar su palacio para reunir a los mercenarios era atraer sobre él algo del odio con que se los miraba. Además, los gastos serían exorbitantes y correrían casi todos a su cargo.
Orgullosos de haber doblegado a la república, los mercenarios creían que al fin iban a volver a sus hogares, con el precio de su sangre en la capucha de su manto Pero sus penalidades, vistas ahora a través de la embriaguez, les parecían prodigiosas y harto mal recompensadas. Se enseñaban unos a otros sus heridas y hablaban de los combates en que habían tomado parte, de sus viajes y de las cacerías en sus países natales, imitando los gritos, y hasta los saltos, de las fieras. Recordaron después las apuestas inmundas: hundían la cabeza en las ánforas y bebían sin tregua, como dromedarios sedientos. Un lusitano de estatura gigantesca, que llevaba un hombre colgado de cada muñeca, recorría las mesas echando fuego por las narices. Algunos lacedemonios que no se habían quitado las cormas saltaban pesadamente. Unos andaban como mujeres, haciendo gestos obscenos; otros se desnudaban para combatir, en medio de las copas, a la manera de los gladiadores, y un grupo de griegos bailaba alrededor de un vaso, en el que estaban pintadas unas ninfas, al son de un escudo de bronce que golpeaba un negro con un hueso de buey.
De pronto, oyeron un canto quejumbroso, un canto viril y melódico, que ondulaba en el aire como el aleteo de un pájaro...
Erscheint lt. Verlag | 14.4.2015 |
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Sprache | spanisch |
Themenwelt | Literatur ► Romane / Erzählungen |
ISBN-10 | 3-95928-202-8 / 3959282028 |
ISBN-13 | 978-3-95928-202-4 / 9783959282024 |
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Größe: 411 KB
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